4.1.13

Apocalipse now


Anoche tuve un sueño apocalíptico, el segundo desde el famoso 21 de diciembre que, pese a mi escepticismo racionalista, se abrió camino en el territorio de mi psique y articuló su propio "fin de la historia" -cualesquiera fuera, aun no sé, los sueños son siempre premonitorios y laberínticos...

El primero trajo el fuego, bajo la forma de una gruesa columna que avanzaba como un tornado, pero con dirección precisa hacia... nosotros, obviamente. Morábamos en una casa con ventanas grandes, la noche ocurría de pronto y con ella el apagón y tras el apagón, el fuego que vendría a devorar la tierra sin piedad.

Miraba incrédula a mi pareja: ¿cómo, no era que la profecía maya era un bardo? decime que mis ojos no ven lo que ven, despertame de esta, pero era en vano: sus ojos no podían ocultar su propio miedo. Recuerdo o creo o decido que haya sido así (los recuerdos de vigilia organizan el caos del relato, pero no las sensaciones que experimentamos dentro del sueño en sí) que le decía: "por lo menos, moriremos juntos". Después todo comenzó a moverse, a girar, pero me desperté a tiempo antes del humo y las llamas irrefrenables, antes de arder con el mundo entero.

El de ayer fue líquido. La escena ocurría en un chalet con grandes ventanales, al pie de una montaña. Mi compañero, siempre presente en mis catástrofes, leía algo en el atardecer aun con luz. De pronto, se callaban los pájaros -en el sueño ese silencio repentino era notable para mí- y el rumor creciente de una cascada se abría camino desde la altura de la montaña hasta convertirse en torrentes, grandes masas de agua desbordando y cubriendo rápidamente las ventanas, colándose por las hendiduras, mientras nosotros corríamos a tapar cualquier hueco por donde pudiera filtrarse y estallar. Corríamos junto a los niños de la familia, pues esta vez, había niños y había familia en el sueño. Sobre mojado, llovido: a raudales, como maná del cielo, todo era gris en sordina a nuestro alrededor.

Hasta que cesaba la lluvia, el cielo comenzaba a despejarse, pero no del todo, nubes oscuras ocupaban la mitad del cielo que mirábamos, esperando que bajara el agua que nos había anegado.
Nunca morimos, parece que hasta allí llega mi apocalipsis.

No los vivos; sí: en cambio, encontraba a mi padre, muerto -por segunda vez- y con una expresión serena; el agua no lo había alcanzado. Yo lo tomaba en brazos y lo acunaba. Después, lo llevaba a uno de los cuartos, lo acostaba sobre una de las camas -había muchos cuartos en la casa-, lo tapaba y seguía acomodando el caos producido por la inundación, hasta el próximo embate de la naturaleza que no tardaría en producirse.